Durante los años 80, una noticia estremeció al planeta: la capa de ozono, ese escudo invisible que nos protege de los rayos ultravioleta del Sol, estaba dañada. Se hablaba de un “agujero” sobre la Antártida y de las devastadoras consecuencias que podía tener para la salud humana y los ecosistemas. El miedo era real, y con razón.
Hoy, pocas personas siguen hablando del tema. Algunos incluso se preguntan si fue una exageración o un error científico. Pero lejos de ser un mito, lo que ocurrió con el agujero en la capa de ozono es una de las historias más alentadoras de cooperación global y ciencia al servicio de la humanidad.
La capa de ozono: nuestro escudo natural
La capa de ozono se encuentra en la estratósfera y actúa como un filtro que absorbe gran parte de la radiación ultravioleta tipo B, la más dañina para la vida en la Tierra. Sin esta protección, el riesgo de cáncer de piel, cataratas y daños al ADN aumentaría drásticamente, afectando también a animales, plantas y al plancton marino.
Este escudo natural no solo permite que la vida florezca en la superficie terrestre, sino que también regula aspectos del clima y protege los ciclos biológicos. Por eso, cualquier amenaza a su integridad representa un riesgo para todo el equilibrio de nuestro planeta.
Durante millones de años, esta capa se mantuvo estable, pero la actividad humana la puso en riesgo en apenas unas décadas. Esa fragilidad nos recuerda cuán delicado es el equilibrio que hace posible la vida tal como la conocemos.
La amenaza invisible: los CFC y su impacto
El deterioro de esta capa fue provocado principalmente por sustancias llamadas clorofluorocarbonos (CFC), que eran comunes en aerosoles, refrigeradores y aires acondicionados. Estas sustancias liberaban átomos de cloro que destruían el ozono al llegar a la atmósfera superior.
Lo preocupante de los CFC era su persistencia: podían tardar décadas en degradarse y continuaban dañando el ozono durante todo ese tiempo. La acción de una sola molécula de cloro podía destruir miles de moléculas de ozono, convirtiéndolos en una amenaza silenciosa pero masiva.
El uso extendido de estas sustancias fue resultado de una era de innovación industrial despreocupada por el impacto ambiental. Durante años, los productos que contenían CFC eran considerados modernos, eficientes y seguros. Nadie sospechaba el daño que estaban causando sobre nuestras cabezas.
Cómo se descubrió el agujero en la capa de ozono
Aunque ya desde los años 70 algunos científicos advertían que los CFC podían afectar el ozono, fue en 1985 cuando se encendieron todas las alarmas. Un equipo del British Antarctic Survey, liderado por Joe Farman, detectó que los niveles de ozono sobre la Antártida habían caído drásticamente cada primavera. La publicación de sus hallazgos en la revista Nature cambió el rumbo de la ciencia ambiental.
Lo increíble es que los satélites de la NASA ya habían registrado esos datos, pero los sistemas automáticos descartaban los valores tan bajos como errores de medición. Solo tras el descubrimiento terrestre se revisaron esos registros y se confirmó que el agujero existía desde finales de los años 70.

Este episodio fue clave para mejorar los protocolos de monitoreo global. Desde entonces, la ciencia aprendió a escuchar incluso los datos más extremos, y el monitoreo satelital se volvió una herramienta esencial para entender el estado real de nuestro planeta.
La reacción global: el Protocolo de Montreal
A diferencia de otras crisis ambientales, la humanidad reaccionó rápido y con determinación. En 1987, se firmó el Protocolo de Montreal, un acuerdo internacional que prohibió gradualmente el uso de sustancias que agotaban la capa de ozono.
Lo que hizo especial a este tratado fue su carácter inclusivo y flexible: permitió que los países en desarrollo tuvieran plazos más amplios para adaptarse, y se fueron sumando nuevas enmiendas conforme se identificaban más sustancias peligrosas. Fue un verdadero ejemplo de diplomacia basada en evidencia científica.
El Protocolo de Montreal no solo abordó el problema de los CFC, sino que sentó las bases para futuras negociaciones climáticas. Muchos de los mecanismos de cooperación que hoy existen en temas de cambio climático nacieron a partir de esa experiencia.
¿Y qué pasó con el agujero?
Gracias a la reducción del uso de CFC, la capa de ozono comenzó a recuperarse lentamente. Aunque el agujero sobre la Antártida sigue formándose cada primavera, su tamaño ha ido disminuyendo. Se espera que para mediados o finales del siglo XXI, la capa de ozono haya vuelto a los niveles previos a 1980.
La NASA y otras agencias de monitoreo siguen vigilando activamente el estado del ozono. Las imágenes satelitales muestran una tendencia positiva y, si se mantiene el cumplimiento del protocolo, podría considerarse uno de los mayores logros ambientales de la humanidad.
Aun así, existen amenazas emergentes. Algunas sustancias de reemplazo, como los HFC, si bien no afectan el ozono, contribuyen al cambio climático. Esto demuestra que cada solución debe evaluarse también por sus impactos colaterales.
Mito o éxito silencioso
El hecho de que hoy casi no se hable del agujero en la capa de ozono no significa que haya sido un invento. Todo lo contrario: es una muestra de que, cuando la ciencia y la cooperación internacional se alinean, es posible revertir un problema global.
Esta historia es un llamado a no caer en la desesperanza. Así como el mundo pudo unirse para sanar el cielo, también podemos actuar frente a otras crisis actuales, como el cambio climático o la pérdida de biodiversidad. El precedente está ahí: solo falta la voluntad.
Recordar el caso del ozono es también una lección de humildad y responsabilidad. El daño fue causado por nuestras acciones, pero también fue nuestra decisión colectiva la que inició su reparación. Eso es lo que realmente debería quedar en la memoria global.