En el Antiguo Egipto, los gatos no solo caminaban entre humanos: lo hacían entre altares. Para los egipcios, estos felinos eran portadores de lo sagrado, y su presencia se consideraba tan poderosa como la de cualquier estatua divina. Con cada paso sigiloso y cada mirada fija, parecía que los gatos custodiaban un puente invisible entre el mundo de los hombres y el de los dioses.
La vida a orillas del Nilo era rica en simbolismo. Todo en el entorno era observado con detenimiento, y lo que inspiraba misterio, recibía un lugar en el cosmos egipcio. Los gatos destacaban entre todos los animales por su dualidad: podían ser tiernos y salvajes, distantes y protectores, silenciosos pero intensamente presentes. Esa naturaleza ambigua los volvía irresistibles a una cultura profundamente ritualista.
El respeto por los gatos no surgió solo por su utilidad —aunque su talento cazador era altamente valorado—, sino por una percepción espiritual: parecían tener un sexto sentido, una conciencia del más allá. Se creía que su mirada podía ver lo que el ojo humano no podía, que detectaban espíritus y energías, y que su presencia alejaba las fuerzas del caos. En una civilización obsesionada con el orden y la armonía (Ma’at), eso los hacía imprescindibles.
Bastet: la diosa con rostro de gata
El vínculo sagrado entre los egipcios y los gatos se encarnó en una figura poderosa: Bastet, diosa protectora del hogar, la fertilidad, la música y los secretos femeninos. Su aspecto fue cambiando con el tiempo: en los primeros periodos era representada como una leona feroz, pero con los siglos su imagen se suavizó hasta volverse una gata serena, sin dejar de ser poderosa.
Bastet no solo protegía a las mujeres y los niños, sino que también encarnaba el equilibrio entre lo feroz y lo tierno. Su figura se volvió tan popular que su culto creció a lo largo y ancho del territorio, especialmente en la ciudad de Bubastis, donde cada año se celebraban festivales con procesiones, cantos, ofrendas… y miles de peregrinos acompañados por gatos, vivos o representados en esculturas y amuletos.
La devoción era tal que, a la muerte de un gato del hogar, muchas familias lo momificaban y lo enterraban en santuarios dedicados a Bastet. Se han hallado sitios arqueológicos con más de 300.000 momias felinas, cuidadosamente envueltas y colocadas junto a objetos valiosos. Era la forma más noble de honrar a estos animales que eran vistos, literalmente, como manifestaciones terrenales de la divinidad.
Compañeros del día a día… y del más allá
A nivel doméstico, los gatos tenían un rol esencial. Egipto era una tierra fértil, rica en granos, papiros y otros bienes vulnerables a las plagas. Los gatos, hábiles cazadores de ratones y serpientes, eran los guardianes silenciosos de la abundancia. Su capacidad para proteger sin intervención humana alimentaba aún más el aura de autosuficiencia y poder que se les atribuía.
Pero además de proteger las reservas, los gatos protegían simbólicamente el hogar. Se les consideraba espíritus domésticos que ahuyentaban el mal, las enfermedades y los accidentes. Tener un gato no era solo útil, sino afortunado. No es casualidad que muchas pinturas murales los muestren sentados bajo la silla del amo o comiendo junto a la familia en escenas cotidianas.

La relación no terminaba con la muerte. Al igual que los humanos, muchos gatos eran enterrados con cuidado, con ritos que aseguraban su paso al más allá. Algunos incluso acompañaban a sus dueños fallecidos en sus tumbas, como una forma de protección eterna. En la cosmovisión egipcia, morir no era un final, sino una transición. Y ningún viajero espiritual debía hacerlo solo.
¿Por qué los veneraban realmente?
La veneración de los gatos en Egipto no fue resultado de una sola causa, sino de una mezcla única de observación práctica, simbolismo espiritual y sensibilidad estética. Primero, su utilidad como cazadores los hizo aliados indispensables en la lucha por preservar la cosecha, un recurso vital. Pero el respeto se volvió reverencia cuando se les empezó a atribuir una naturaleza intermedia entre lo mundano y lo sagrado.
Los gatos no obedecen como perros, no se doblegan con facilidad. Esa independencia, en lugar de ser vista como arrogancia, fue interpretada como sabiduría. Se pensaba que sabían cosas que los humanos ignoraban, que sentían las energías del entorno y que su comportamiento —al parecer caprichoso— era guiado por motivos invisibles. En una cultura donde la magia, los augurios y los rituales marcaban la vida diaria, esto los convertía en seres casi oraculares.
Además, su comportamiento nocturno, su sigilo, su capacidad de “desaparecer” en las sombras y luego volver a aparecer, reforzaban su mística. El hecho de que siempre cayeran de pie y sobrevivieran a caídas impresionaba a los egipcios, que los veían como dueños de una vitalidad casi sobrenatural. En resumen, los gatos eran vistos como conectores del mundo visible con el invisible, y eso los volvió sagrados.
De Egipto al mundo (y a internet)
Aunque ninguna otra cultura alcanzó la veneración egipcia por los gatos, su legado viajó con ellos por rutas comerciales, primero hacia Grecia, luego a Roma. Allí fueron aceptados como animales útiles y domésticos, aunque sin las connotaciones místicas. Sin embargo, ya en esas culturas se hablaba de su “mirada sabia” o su comportamiento “distinto”.

Durante la Edad Media, su reputación cambió drásticamente. Asociados por ignorancia al paganismo y la brujería, los gatos —en especial los negros— fueron perseguidos, asesinados, y en muchos lugares desaparecieron. Pero con el paso de los siglos, recuperaron su lugar en el hogar y el corazón humano, aunque sin el mismo nivel de divinidad que en el Valle del Nilo.
Curiosamente, en el siglo XXI, los gatos volvieron a ocupar un altar peculiar: el de internet. Dueños de cuentas virales, protagonistas de videos y memes, y símbolos de independencia y misterio, han reconquistado un trono digital que parece hecho a su medida. No es casualidad que en tantas culturas se diga que los gatos se creen dioses. Quizás, en algún rincón de su memoria genética, recuerden que lo fueron.
Entre lo místico y lo cotidiano
Los egipcios vieron en los gatos algo que muchas culturas tardaron siglos en comprender: que a veces, lo divino se presenta en lo pequeño, lo cotidiano y lo aparentemente simple. Un maullido, una mirada intensa o una siesta al sol podían ser símbolos de equilibrio, misterio y poder.
Esa mirada que a veces parece juzgarte desde la repisa no es nueva. Es la misma que, hace miles de años, adornaba templos, recibía ofrendas y caminaba entre estatuas de faraones. Los gatos, sin buscarlo, se volvieron puentes entre el humano y lo invisible, entre el orden y el caos.
Y quizás por eso, hoy más que nunca, nos cuesta no rendirles cierta reverencia cuando nos miran fijo. Porque algo dentro de nosotros —aunque sea un eco ancestral— recuerda que alguna vez fueron sagrados. Y tal vez lo siguen siendo.